miércoles, 22 de febrero de 2012

Magdalenas (I)


Habían pasado exactamente tres meses una semana y cuatro días desde la primera vez que lo vio. Llevaba mentalmente la cuenta para no dar muestras adolescentes de su amor irracional. Sus amigos siempre le decían que se “pillaba” demasiado rápido, que tuviese calma, que no se lanzase a la piscina. De no ser por ese detalle, sus amigos, hubiera tenido un calendario con el día 1 de febrero señalado con un desproporcionado corazón rojo y una inscripción que rezaría “He conocido al amor de mi vida”. Entre paréntesis, en color negro y con una caligrafía de niño de siete años pondría “por tercera vez este año”. Pero esta vez sabía que no era como las demás, así que decidió comenzar de manera diferente. Nada de mostrar, nada de ir cantando, nada de “ya sé con quien quiero pasar el resto de mi vida”.

Sin embargo, ese día, después de tres meses, una semana y cuatro días tenía la necesidad de decirle a alguien que estaba preocupado porque el chico alto, despeinado, que siempre lleva el primer botón de la camisa desabrochado y de ojos verdes no había venido a tomarse su café y su pasta. Cada día a las cinco y veinte, cada día de lunes a viernes un cappuccino y un muffin de chocolate. No, un muffin no. Él, a pesar de no llegar a los 30, los llamaba magdalenas.

- Me pones un cappuccino y algo de chocolate. Necesito algo que me anime- dijo forzando una sonrisa.
- Tenemos unos muffins que quita todo lo negativo que se acumula durante el día -le contestó obviando el pensamiento aunque yo sería mejor cura para ti.
- De acuerdo, ponme una magdalena de chocolate. Estaré en aquella mesa junto a la ventana.

Ojalá se pudiera contestar por primera vez cuantas veces quisiéramos. ¿Un muffin que quitan todo lo negativo que se acumula durante el día? Por favor, ¿Qué era, una magdalena zen? Desde aquel día le guardaba la mejor magdalena de chocolate. La más grande, la que tenía el aspecto más esponjoso, la más curativa. La que hubiera hecho enrojecer de envidia a la magdalena de Proust. Pero hoy, aquella Magdalena no tenía dueño. Eran las seis y nadie había venido a reclamarla. Tendría que volver al escaparate, sería degustada por alguien sin paladar que no sabría lo que ella significaba.

A las seis y media acabó su turno y esperó una hora más en la puerta. Nada. Emprendió camino a casa. Había decidido salvar la magdalena y llevársela consigo. No sabía bien si sería capaz ni siquiera de morderla, pero seguro que le esperaba un estómago mejor fuera del bar.

viernes, 17 de febrero de 2012

La azotea (IV)

- ¿Y bien?
- Voy a alquilar el piso y me voy a ir a vivir a otro lado de la ciudad. Lo suficientemente lejos para no complicarte la vida y lo bastante cerca como para poder venir a visitarte. Quizá es el momento de empezar de cero de verdad. Me apuntaré a inglés, a clases de cocina, a cerámica… No sé, a cualquier cosa que me permita conocer gente. O que le permita a la gente conocer a alguien tan maravilloso como yo –concluyó Elena con una sonrisa llena de tristeza.
- Cuando eso pase te echaré de menos. No demasiado, pero sí algo.
- Bueno, ya no tendrás por qué sentirte mal. Soy yo la que me voy, tú no me abandonas. Además, tu chica estará más tranquila conmigo un poco más lejos y con más personas en mi círculo de amistades.
- Seguro que se cansará de verme y se arrepentirá de todas las veces que me ha dicho que paso demasiado tiempo contigo. Entonces me dejará y seré yo quien te llame con excusas suicidas sin fundamento. Pero la verdad que no entiendo por qué vas a hacer eso y no lo que en realidad quieres. ¿Qué quieres? ¿Ir a la luna?
- Más o menos.
- Elena, creo que nunca te llegaré a entender ni siquiera un poco. Pero me alegro que quieras hacer cosas nuevas. Empieza a hacer frío. Vamos a cenar.

Mientras bajaban él le dijo que iría a buscar el coche mientras ella se cambiaba y cogía el bolso. Te espero en el coche que hace frío, dijo él alegre. Mejor en la luna, respondió ella de manera casi imperceptible.

La azotea (III)

- Sabes que soy demasiado egoísta como para temer hacerte daño. Tengo… Me… Sería autodestructivo para mí. Eso es. Me lastimaría a mi misma. Y no quiero herirme. A pesar de todo, eres el único que me aguanta. Sólo te tengo a ti.

- Y a tu abuela.

- Se ha ido. No, no se ha muerto, se ha ido a una residencia. O se irá en breve. Parece ser que todas las personas a las que creo importar me dejan. ¿Cuándo me vas a dejar tú?

- Me gustaría decirte que nunca.

- ¿Y por qué no lo haces?

- Porque no me vas a creer.

Tenía razón. Elena había dejado de creer hace mucho. Cuando sus padres desaparecieron de la noche a la mañana y las dejaron a ella y su hermana pequeña al cuidado de sus abuelos. Blanca finalmente se fue a vivir a una ciudad del norte con sus tíos quienes tenían unos gemelos de su edad. Ella se quedó en Barcelona. Quizá por fidelidad a su abuela, por pensar demasiado, porque en el fondo pensaba que ellos volverían. Pero no volvieron y jamás entendió por qué.

Después de ellos, su abuelo tuvo un paro cardiaco y también se fue. Lydia, su amiga del alma, no regresó de un campamento de verano en Londres. Sus padres decidieron que sería mejor que cursara allí bachillerato y los estudios posteriores. La dueña del bar de abajo traspasado el negocio y dejó de tener un refugio donde pasar las tardes en que se dejaba las llaves y no podía entrar en casa hasta que su abuela volvía. También Toky, un periquito se escapó inexplicablemente. Aunque siempre tuvo sospecha que su abuela dejó la puerta abierta pues nunca soportó demasiado a los plumíferos.

- ¿Y tú qué quieres hacer?
- Mejor sería que me preguntaras qué voy a hacer.